Colgado
Por Laura Giraldo
A los siete años me regalaron un perro blanco y de pelo crespo, al que llamé Lucas en conmemoración a mi querido y perdido peluche favorito. Eran muy parecidos, pero este nuevo era más suave al tacto, no me cabía en una sola mano, su pequeño pecho se inflaba tras sus respiraciones rápidas y su mirada, que se escondía detrás de su capul blanca y sedosa, me buscaba y con ella era capaz de mostrarme toda la confianza que me tenía.
Él era una experiencia totalmente nueva y a su vez demasiado familiar. Lo llevaba conmigo a todas partes siempre y cuando mis padres me dejaran llevarlo. Lo asomaba por la ventana mientras yo sacaba mi cabeza para dejar que el viento me secara los ojos y la lengua. Lo acostaba en mi cama y lo arropaba en mi sábana preferida hasta que ambos nos durmiéramos. Era como si Lucas, el viejo, estuviera junto a mí de nuevo y nunca se hubiera perdido.
Una noche estábamos jugando con una cobija de bebé amarilla con azul que yo le había regalado. Estábamos enfrente de las escaleras, yo sentada en el suelo y él parado jalando de mis manos la cobija con su boca. Todo su cuerpecito se iba para atrás, apoyándose en sus pequeñas patas traseras, poniendo toda su fuerza en el acto. Yo con solo tirar mis codos para atrás todo su equilibrio se perdía y tenía que volver a comenzar, cosa que me hacía reír a carcajadas. Me miraba con los ojos juguetones, movía su cola larga de un lado a otro y gruñía levemente, siempre lo hacía cuando estábamos jugando.
Quise cambiar de dinámica, así que le quité la cobija de su boca metiendo mis dedos en su mordida, hice bolita la cobija con mis manos para después moverla cerca de Lucas y que éste la persiguiera. La moví a su izquierda, a su derecha, detrás de su cola y luego al frente de su cara, sin ningún orden en específico, lo que hacía que él solo diera vueltas y más vueltas sin poder agarrar la cobija en su nueva forma. Luego la comencé a pasar alrededor mío con Lucas detrás del nuevo trazo de la cobija. De repente paró un segundo, tomó un pequeño pique y mientras yo pasaba la cobija de mi mano derecha a la izquierda, él cerró su boca y mordió la cobija. Se veía tan lindo, tan pequeño, tan indefenso.
Pasé mis manos por su cabeza, su lomo suave y sedoso hasta llegar a su cola larga y curva. Pasé mis manos por ella una, dos, tres veces. Lucas hizo el amague de pararse e irse, pero yo cerré mi mano con más fuerza. Sus patas intentaban alejarlo, pero mi agarre era mucho más fuerte que el de él. Intentó enviar su boca hacia atrás para alcanzar su cola. “Tan lindo”, pensé. Jalé su cola un poco más duro. Él pegó un chillido. Levanté su cola de a poquitos, elevando su trasero, luego su torso y su cabeza, hasta que quedara todo su cuerpo en posición vertical cabeza abajo, colgado en su cola que aún se mantenía en mi mano derecha. Movía su cuerpo de un lado a otro sin mucha fuerza. Su cabello caía sedosamente por su cuerpo haciéndolo ver inexplicablemente más tierno, y solo con esa visión yo estaba contenta.
Mi papá en ese momento bajó las escalas y luego de un pequeño grito de sorpresa me llamó en forma de regaño. Inmediatamente solté a Lucas. Miré su cola, ya no tenía la forma curva de siempre, ahora había un pequeño doblón. Luego miré sus ojos y recordé que él no era ese Lucas.