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El desastre de Pepito

A Flavio siempre le han gustado los animales, pero el día que recibió un mico no supo qué hacer.

 

Hace tiempo ya, aproximadamente unos 20 años, en una conversación con uno de sus pacientes —él es médico cirujano—, cayó el tema de los animales. Flavio le habló de su afición por los mismos, el paciente le mencionó sobre un mono que tenía y no podía cuidar. El médico le dijo que él se lo podía recibir.

 

Nunca había tenido un mico bajo su responsabilidad. Lo más seguro que podría haber pasado por su cabeza al escuchar la propuesta fue cómo lo iría a cuidar, que qué le iría a dar de comer, cómo se llevarían su esposa e hija con el animal; sin embargo, no fueron preguntas que le impidieron recibir al mico.

 

El paciente se lo llevó al apartamento donde vivía en el momento, que quedaba en Belén, fue por la noche, entre semana, “tal vez un jueves o algo así”. Era un animalito de color café con negro, que estaba en una jaula de pájaros, en la que no se podía ni mover de un lado a otro. Nunca supo cuál especie era, solo que no parecía ser un mono aullador ni tití — sin embargo, hasta hoy no conoce la variedad de especies de titíes, entonces no es algo muy seguro—.

 

—Helenita (su esposa) desde que lo vio me dijo que no lo quería tener en la casa— Flavio añadió —, así que como a la semana me lo llevé para donde mi mamá.

 

En realidad, fueron tres días en los que se quedó en el apartamento con el médico y su familia. Lo mantuvieron encerrado en una jaula, cerca de un escritorio que hacia de sala de estudio improvisada en el corredor del apartamento. Nunca le abrieron la puerta de la jaula durante esos tres días. Carolina lo acompañó durante todo ese tiempo sentada cerca de sus rejas, jugando con él, y viendo cómo le daban frutas y agua a diario. Ella fue quien lo nombró Pepito.

 

Al llegar el fin de semana, Flavio empacó a Pepito y se lo llevó a la casa de su madre, por Boyacá Las Brisas, en el norte de Medellín. Era un edificio de tres pisos; en el primer piso vivía uno de los de los hermanos más contemporáneos de Flavio, John Jairo, quien también era médico y una persona muy risueña, con dos hijas y su esposa.

 

En el segundo y tercer piso, vivían su madre con dos de sus hermanas; Anaeli, una mujer flaca, pequeña, burletera, amable y servicial; Rita, troza, alta para su edad, seria y siempre de bastón; y Óscar, otro hermano, también contemporáneo a Flavio.

 

En el tercer piso, había un terraza cerca de algunas habitaciones. Allí, Pepito se quedó amarrado con una soga durante quince días. En donde según ellos, él podía brincar de un lado a otro libremente. La idea fue de Oscar, quien al igual que a Flavio le gustaban mucho los animales. Por eso, cuando recibió a Pepito para cuidarlo, a él fue a quien se ocurrió reemplazar una jaula por una soga, una terraza y un trozo más de libertad.

 

Durante esas semanas, llegó de Estados Unidos una hermana de Flavio, Marta, para quedarse unos días en el país. Y como era de esperarse, parte de la familia fue a saludarla el mismo día de su llegada, incluyendo a Flavio, con su esposa e hija; algunos asistieron al aeropuerto, mientras otros le preparaban la comida para recibirla.

 

Se demoraron un poco en llegar a la casa. Ya el almuerzo estaba listo y varios hermanos la saludaron con alegría mientras se dirigían a la cocina para recibir la comida. Todos ya querían comer, primordialmente la recién llegada. Anaeli, quien era la que normalmente cocinaba, le sirvió. Marta recibió el plato con gusto. Mientras probaba el almuercito calientico, sintió un pequeño abrazo en su cuello.

 

Era pepito.

 

De un brinco, Marta soltó el plato del almuerzo, al tiempo que gritaba de manera aguda y desafinada. Todos salieron de la cocina, chocándose entre sí con pequeños gritos y una que otra pisada. Él se había soltado de su soga de una manera inexplicable y nadie se había dado cuenta hasta que decidió aparecer en el pequeño encuentro.

 

Del cuello de Marta, Pepito saltó por toda la cocina como si andara como Pedro por su casa. Abrió gavetas y puertas, regó ollas, tumbó cubiertos, quebró platos y vasos, todo a diestra y siniestra. Flavio y Oscar  intentaron con torpeza cogerlo, pero ya se había salido de la cocina, comenzado a pasar por otros espacios de la casa para explorar sus alrededores. El resto de la familia había decidido protegerse dentro de la habitación más cercana; mientras Carolina lo animaba con sus porras “eso Pepito, salta Pepito, no te dejes coger Pepito”, todos se asomaban por la ventana de la pieza que daba hacia el corredor.

 

Fue toda una odisea. Se demoraron un “ratotote” —cuenta Helena— quién se acuerda de haber estado muchísimo tiempo parada detrás de una puerta, mientras observaban los movimientos torpemente fallidos de los dos hombres para tomar el animal. Uno trataba de cogerlo con la soga estilo vaquero, y el otro interrumpía el paso de Pepito hacia otros lugares. Cuando lo alcanzaron a agarrar, se lo llevaron de nuevo al tercer piso a su terraza y su soga.

 

La criatura no podía quedarse mucho allí, ya era una decisión tomada. Luego de los acontecimientos, qué haría después esta familia, un trío de mujeres muy adultas, una mujer visitando a su país de nuevo y un hombre un poco endeble, con un mico como Pepito. Flavio comenzó a buscar, y tras de muy poco tiempo un conocido del entonces joven médico le hizo una propuesta: él le podía recibir al animal en una finca en San Cristóbal pues tenía sus abuelos que vivían allí. Allí tendría donde saltar por ahí.

 

Siempre pensaron que fue la mejor decisión.

 

Después de varias semanas, Flavio tuvo contacto con su amigo de nuevo, el que se había llevado la criatura a San Cristóbal, y el médico no dudó en preguntar qué había sido de Pepito. Su conocido le respondió que del miquito no sabía nada.

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